A Marcela Viviana Teves le tiemblan las piernas. Y las manos. Es tímida, mujer de pocas palabras. Le cuesta arrancar la entrevista. En el remozado comedor de su casa, mientras ceba mate, lo primero que emite son suspiros. Una lágrima se desliza por su mejilla. “¿Por qué a mí me pasó esto? Justo a mí, que nunca en mi vida hice nada... era tan tranquila”, dice. Después aclara que va a hablar, que va a contar su pesadilla para mostrar que se puede enfrentar la violencia, aún sin contar con medios económicos y tener por fin un proyecto de vida.
Es menuda. Tiene el pelo marrón, recogido. Usa jeans, zapatillas y una remera verde. Su casa del barrio 360 Viviendas (altura Congreso al 4.700) luce impecable esta mañana. Ahí vive ella, de 42 años, con uno de sus tres hijos (el menor, que acaba de cumplir la mayoría de edad). Con la sonrisa a medias, Marcela remonta su historia a cuando ella tenía 13 años. A esa edad tuvo que dejar de estudiar para ir a trabajar de niñera. “Así me lo exigieron; tenía que aportar dinero a la casa”, explica.
Se convirtió en madre a los 16 años. “Estaba sola y tenía una mala relación con mi mamá. A ella le molestaba todo lo que yo hacía. Al poco tiempo, conocí a un hombre, me enganché y me casé. Estuve sólo dos meses de novia. Para mí él representaba la posibilidad de escaparme de mi casa”, confiesa.
¿Quién hubiera imaginado lo que se venía? Nadie. A los pocos meses de casados, la joven mamá quedó embarazada y automáticamente comenzaron las humillaciones y los maltratos verbales. Ella aguantó. Pensó que al nacer la bebé las cosas cambiarían. Todo siguió igual. O peor. “Él se enfurecía por todo. Tenía celos hasta de que fuera a la casa de mi mamá. No salía a ningún lado para que no se enojara. Me tenía a su merced. Y no podía pedir ayuda. La cosa estaba clara: si yo hablaba, cobraba”, relata.
Seis años después volvió a quedar embarazada de su tercer hijo. “No se cómo aguantaba tanto. ¿Sabés? Cada noche era una pesadilla”, explica, y luego da detalles de una vez que él le estrelló la cara contra la pared y no paró hasta sentir el crujido de sus dientes quebrándose. Su rostro se desangraba. Le faltaba el aire.
Dejó de salir a la calle por vergüenza. El bochorno de exponerse con su rostro abotagado y herido era más grande que el malestar. La peor agresión, la más cruenta, sucedía puertas afuera de la casa: “varias veces me agarraba de los pelos y me ramiaba (sic) por toda la cuadra”.
Sus hijos eran chicos. No cuestionaban sus excusas por los moretones. El esposo violento la esperaba culposo, amoroso, reparador. Un manto de olvido solía cubrir lo que sucedía entre cada golpiza y la mañana siguiente. Sólo una vez intentó huir. “Fue cuando él estaba muy borracho. Tenía miedo por mi vida y la de mis hijos. Me fui a la casa de mi mamá. Pero volví enseguida”, rememora.
El final, o el comienzo
Las marcas de la violencia en su cuerpo eran cada vez más grandes. “Mamá, no podés seguir así”, le dijo una vez su hija. Corría 2012 y esas palabras iban a marcar a fuego la vida de Marcela. Aceptó que necesitaba ayuda. Una tarde, cuando el golpeador había salido a trabajar, ellas se fueron a denunciarlo a una comisaría. No les dieron bolilla. Juntaron más información y se dirigieron al Observatorio de la Mujer, donde ella pudo contar todos sus padecimientos. Pocos días después, obligaron al agresor a dejar la casa.
“Me costó mucho tomar esa decisión. Imaginate: yo sola, sin trabajo, totalmente dependiente de él. Pero ya no daba para más. Al principio él quiso volver, pero me puse firme. Cuando la familia se enteró no lo podían creer”, resalta.
- ¿Fue ahí que lograste tu libertad?
- No. Me costó mucho sentirme bien. Creo que todo empezó cuando me di cuenta de que yo era buena persona. Que no era mi culpa lo que había pasado. Y, sobre todo, cuando entendí que debía hacer algo por mí, que ya no bastaba con recibir un subsidio del Estado por ser víctima de violencia de género.
Marcela siempre fue habilidosa con las manos. Trabajaba bien con la porcelana fría. Pero eso era parte de su pasado. Ella quería mirar para adelante. Le atraía la posibilidad de hacer trabajos con MDF. Así que se anotó en el programa “Ellas hacen”, del Ministerio de Desarrollo Social, hizo un curso de capacitación y armó su taller. Consiguió que le dieran tres máquinas y un microcrédito y se lanzó a cumplir su sueño de ser independiente. “Warmi callari”, su marca, significa mujer emprendedora en quechua.
En el taller que tiene en su casa pasa gran parte del día cortando y dando formas a la madera, y pintando. Sabe explotar su creatividad, especialmente cuando se trata de objetos para chicos. No da abasto para cumplir con todos los pedidos que le hacen, desde los jardines de infantes hasta las casas de decoración. Ahora, precisamente, tiene que entregar un encargo que le hicieron desde Perú: son 60 lámparas infantiles.
Gracias a sus ganancias, la emprendedora muestra orgullosa que pudo pintar y arreglar su humilde casa y comprarse un LCD enorme. No conforme con eso, se lanzó a un nuevo desafío: terminar la escuela secundaria. Va a clases tres veces a la semana, a la noche. Y en más de una oportunidad es ella quien alienta a su hijo menor a que estudien juntos para los exámenes. Además, quiere perfeccionar sus técnicas de serigrafía y carpintería.
Ahora tiene amigas con las que se sienta a tomar mates o va de paseo. El 9 de julio de 2016 fue una fecha clave. Ella salió a festejar por primera vez su cumpleaños. Cuando sopló las velitas -recuerda- un tenue temblor recorrió su cuerpo y la estremeció. “Fue el día más feliz”, cuenta emocionada. A los 42 recién comenzaba su vida.